Page 52 - La Nuit des Feuillentines

This is a SEO version of La Nuit des Feuillentines. Click here to view full version

« Previous Page Table of Contents Next Page »
52
Español
La La novicia, convencida de todo lo que le decían, no opuso más que su dolor y sus
lágrimas; después de haberse retirado su superiora, buscó consuelo en la oración que
dirigió a Dios.
Llegada la noche, se levantó de la cama para encontrar su descanso en el seno de Dios.
Postrada en tierra, se humilló en su presencia y, en el colmo de su aficción, le habló más
o menos en estos términos:
“Dios de una misericordia infnita, consolador de las almas afigidas, permitid que vuestra sierva
vierta ante vuestros ojos toda la amargura de su corazón.
¿Es preciso, pues, que yo salga de vuestra Casa a la que Vos mismo me habéis conducido? He
obtenido tan repetidas victorias con la ayuda de vuestra gracia: sobre mi familia, sobre el mundo,
sobre mí misma, ¿sólo para sucumbir ahora bajo el peso de esta desgracia? ¿Entonces qué?¿He
caminado en medio de tantas difcultades hasta esta tierra prometida para verla solamente sin
entrar del todo en ella?
¿Me he equivocado, Dios mío, cuando he creído seguir vuestras órdenes, o tenéis otros designios
sobre mí? He escuchado los oráculos que Vos mismo me habéis dirigido y he seguido sus
consejos, me he tomado tiempo para hacer luz.
Habladme, pues, Señor. Podéis en un momento determinar mis pensamientos y mis pasos en
el camino que vos queréis. Si es vuestra mano la que me ha conducido a este lugar y la que me
saca de él, quedo consolada;
pero, si yo misma me he hecho indigna por mis infdelidades de morar en él, estoy totalmente
dispuesta a repararlo todo con mi penitencia.
¿Os habéis alejado de mí, fuente de mi vida y de mi felicidad, Vos que hasta el presente me
habéis ayudado en todas mis necesidades? Y si salgo de esta santa Casa, ¿adónde iré a buscaros?
Decidme dónde estáis y volaré allí sin cesar. No he podido encontraros en mi juventud en medio
de los trastornos de la herejía, no he podido después poseeros bien en las vanidades del mundo,
¡qué sorpresa, qué aficción para mí no encontraros tampoco en la soledad!
Permaneced al menos en mi corazón, único y amable objeto de mi esperanza, quedaos en él
y dejadme oír allí vuestra voz. Y si salgo de esta Casa, que sea sin abandonaros nunca. Vos no
rechazáis jamás a los que os buscan de verdad, no podéis menospreciar un corazón afigido y
humillado, y las entrañas de vuestra misericordia están siempre dispuestas a abrirse a nuestras
súplicas y a nuestra confanza; hablad, pues, Señor, porque vuestra sierva escucha”.
Una oración así, inspirada por el mismo que la quería consolar, tenía que ser escuchada.
Ella recordó al instante la prontitud con que el Espíritu consolador había respondido
otras veces a sus deseos, advirtiéndole que no dejara apagar el fuego que Él encendía
sensiblemente en su corazón. Esperó que este mismo Espíritu, que reavivaba de nuevo tan
grandes llamas, diera respuesta a tan justos deseos. En efecto, apenas hubo terminado